Desde que se inventaran las bombillas incandescentes a finales del siglo XIX muchas han sido las variantes en que se han presentado y usado para despejar la oscuridad, decorar e iluminar las noches de las ciudades de todo el mundo. Pero entre ellas quizá la más significativa y carismática sean las luces de neón, que con sus característicos tubos de cristal y colores brillantes se usaron en sofisticados anuncios aluminosos durante casi todo el siglo XX.
La revista The Atlantic recogió recientemente en un artículo la historia de los rótulos luminosos de neón, mencionando libros como Being and Neonness, de Luis de Miranda, que hablan de la «historia cultural y filosófica del neón». En ambos se puede leer sobre un desarrollo tecnológico que tuvo una buena parte de ciencia pero mucho más de arte.
Un descubrimiento revolucionario
A pesar de tener asignado el número 10 en la tabla periódica de los elementos químicos, el neón no se descubrió hasta 1898, como uno de los componentes del aire (del que ya se conocían el nitrógeno, el oxígeno, el carbono y el argón). Los químicos Ramsay y Travers enfriaron aire hasta licuarlo; al calentarlo de nuevo y analizar la evaporación de sus componentes consiguieron separar el neón del resto de elementos. Fue una buena semana, porque también descubrieron en pocos días el kriptón y el xenón por el mismo método. A todos ellos se los conoce como «gases nobles», porque son inertes y raras veces se mezclan con otros elementos.


Como sucedía en aquella época, tan pronto se descubría un nuevo elemento se le aplicaba electricidad «a ver qué pasaba». Al hacerlo con el neón dentro de un tubo a baja presión se producía una descarga, que en el caso del neón resultó ser un color rojo carmesí muy vivo y característico.
Con el paso del tiempo se comprobó cómo los la mezcla del neón y los otros gases nobles con elementos como el helio, el mercurio o incluso el uranio producían diferentes colores.
Durante unos años estos tubos de neón no tuvieron más utilidad que la de ser meras curiosidades científicas, básicamente porque el neón era muy escaso. Pero el francés Georges Claude encontró un método para producirlo en grandes cantidades: había nacido una industria. El primer tubo de este tipo que llegó a la calle se instaló en una barbería del Bulevar Montmartre de París en 1912.
Luces de neón: vida para las calles
Ya se podía fabricar tanto neón como hiciera falta para fabricar rótulos de todo tipo. En cuanto al diseño, se podían fabricar largos tubos (de hasta 30 metros) rectos o curvados, produciendo efectos muy coloridos. Los artistas más hábiles con el vidrio podían crear dibujos o letras y su característico brillo llamaba la atención en las calles de cualquier ciudad. Además de eso, los tubos de neón tenían una duración de miles de horas encendidos.
Las décadas entre 1910 y 1930 fueron la edad gloriosa de los tubos de neón, que comenzaron a adornar las fachadas de teatros, cines y a verse en vallas publicitarias, fachadas, tejados y escaparates. En las exposiciones como las famosas «Ferias mundiales» llamaban la atención de las principales obras arquitectónicas y los pabellones más modernos. Incluso se desarrollaron versiones en miniatura (conocidas como tubos nixie) con letras y números para las primitivas calculadoras y ordenadores. Hicieron durante muchos años la labor con la que posteriormente cumplirían los paneles de cristal líquido (LCD).


Durante los años 40 la popularidad del neón se redujo notablemente debido a la Segunda guerra mundial. Y partir de los años 50 el neón comenzó su declive, principalmente porque ya existía a nivel industrial una alternativa más barata y práctica: los tubos fluorescentes, que fabricados con vidrio en un proceso muy similar tenían una vida útil muchísimo mayor y producían una luz más difusa, apta para interiores, frente a la más brillante y puntual del neón.
Adiós, neón; hola led
Con la llegada de los ledes o «diodos emisores de luz» (LED, en inglés) en los años 60 se produjo otra pequeña revolución. Al principio eran meras luces indicadores, muy simples. Pero con el paso del tiempo se inventaron los ledes de todos los colores y combinaciones posibles, además de que se aumentó su potencia lumínica.
Hoy en día los ledes son ubícuos: se pueden juntar muchos pequeños ledes para conseguir potencias lumínicas comparables a las bombillas incandescentes o los neones convencionales. También son más rápidos, resistentes, se calientan menos y tienen una vida útil de decenas de miles de horas. Además consumen menos energía, por lo que la combinación de mejor visibilidad y bajo consumo ha hecho que se usen ya en señales de tráfico, paneles informativos, letreros publicitarios y en muchos más lugares de las ciudades. Son las luces del nuevo siglo.
Pese a todo esto, los luminosos de neón siguen teniendo su encanto, y resurgen de vez en cuando en contextos artísticos y decorativos.
Es habitual encontrarse neones en tiendas, restaurantes y otros lugares en los que el ambiente tiene algo de «solera». Son una especie en extinción, que provoca la misma añoranza en la gente que otras tecnologías ya obsoletas, como el vinilo, los relojes de manecillas o los trenes de vapor. ¡Larga vida al neón!
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Fotos: Tío pepe (CC) corno.fulgur75 @ Visual Hunt / Pappas BarBQ (CC) Thomas Hawk @ Visual Hunt